domingo, 2 de diciembre de 2012

Lo prometido es deuda, un relatillo morfínico para escapar de ilusiones agotadas: 'Esa dudosa luz de la vida'




Soy una ilusión agotada, y sólo tú tienes la culpa de que esté agonizando dolorosa y lentamente. ¿Por qué? ¿Por qué me engañaste con esa mala puta?

Desde que te fuiste con ella, desde que me dejaste, no he salido de casa, ni he hablado con nadie. Nadie, porque todos me parecen nadie, nada.

Mis amigos se han cansado de que nunca contestara a las llamadas ni a los mensajes; yo me cansé antes de ellos. Mis padres me suelen llamar una vez por semana, mejor que no lo hicieran. A quien deberían llamar es a mi profesor de tesis, ya que parece que eso es lo único que les interesa. La semana pasada mi madre me preguntó por ti; le contesté que la tesis iba bien. Eso es lo que quería oír.

Espero que esta vez me contestes a la carta. Cada día miro el buzón esperando encontrar la respuesta a alguna de las diez cartas anteriores que te escribí y que estoy segura de que leíste. Ya sabes que te perdono todo, que te espero (no hago otra cosa que esperarte). “No hagas que todos esos momentos se pierdan, como lágrimas en la lluvia”.

Te quiere y espera, Alicia





Alicia… hacía tiempo que no leía una carta como la suya. Ese tal Javier era un gran bastardo por ponerle los cuernos a Alicia con esa “mala puta”, como ella dice. Quizás esa mala puta sea lo suficientemente buena en la cama para que el sufrimiento de Alicia esté justificado, o quizás aquí la única puta sea Alicia…

- ¿Qué opinas, mamá?

- Que deberías lavarte esa asquerosa boca que tienes con jabón; si tu padre estuviese aún vivo te hubiera dado una buena paliza por hablarle de esa manera a tu pobre madre. Y apaga ya la luz que es muy tarde y mañana trabajas temprano.

Tenía razón esa bola arrugada de carne con la que vivía en eso de que era ya muy tarde, era cierto, “todo sucede demasiado tarde, todo es demasiado tarde”.

- Buenas noches mamá, y perdona por mi vocabulario. Que descanses.

- Buenas noches hijo.

Cuando leí hace más de 20 años la primera novela de Bukowski tuve clara una cosa: nunca me ganaría la vida repartiendo cartas, antes prefería ser verdugo o traficante de armas. Hoy, 13 de julio de 2006, hace 20 años que soy cartero. Claro que ni Sevilla es Los Ángeles ni yo soy Bukowski. En realidad, mi trabajo no está tan mal, mirándolo bien, es una de las pocas cosas que no me desagradan.

Reparto sobres que contienen sentimientos que pronto dejarán de serlo, tristezas, alegrías y, sobretodo, palabras y números. A eso termina reduciéndose todo. Los seres humanos tenemos cada vez menos tiempo y sobretodo menos ganas de mirarnos a los ojos, de hablar cara a cara. En el mejor de los casos usamos el teléfono, los mensajes, luego vienen los e-mails o el chat, y las cartas, claro, pedazos de papel que terminarán reciclados o ardiendo en alguna chimenea. El mismo destino que les esperan tanto a sus remitentes como a sus destinatarios.

Lo que más me gusta de ser cartero es “llevarme el trabajo a casa”. Desde que empecé en esto, me aficioné a llevarme todos los días una o dos cartas elegidas al azar para leerlas en casa. Claro que respeto mucho lo que no es mío, y con el mismo cuidado con que las abro, las cierro y al día siguiente las llevo a Correos. Las cartas que me gusta leer son las que envía la gente de mi barrio, rara vez suelo leer las que ellos reciben, no me parece ético… Me gusta leer las que ellos envían porque luego puedo conocer y juzgar a esos remitentes con sólo mirarlos. No me interesa leer las cartas de las personas que nunca veré, para eso prefiero leer un buen libro de gente como Dostoievski, Nietzsche o Cioran. Esos hijos de puta sí que escribían con las entrañas, sus páginas se leen y te leen; si arrancas alguna de ellas puedes llenarte de amarga sangre, de vida. Pues para mí las cartas que envía la gente del barrio donde yo reparto, la gente con la que me cruzo e intercambio alguna palabra forzada, son trozos de ellos mismos, páginas rotas del libro de sus propias vidas, sobres que, aunque poco, aún emanan calor. Quizás yo sea una especie de vampiro y necesito sangre porque no tengo suficiente con la mía, con mi “vida”, y necesito esos trozos de papel ajeno que aún palpitan para que le recuerden a mi corazón que tiene que seguir palpitando.

Cuando llego a casa (¡hogar, dulce hogar!, me gustaría que el que inventó esa frase aún viviera para poder darle muerte yo mismo, una muerte lenta y dolorosa…), antes de que me dé tiempo sacarme las llaves del bolsillo, Pikachu me abre la puerta y me deja como un imbécil con las llaves en la mano. Algún día le ganaré esa batalla. Y es que aunque pesa más de 100 Kg. y siempre tengo que estar ayudándola a hacer todo, cuando se trata de abrir la puerta parece que la posea el espíritu de Bruce Lee. Muy a menudo sueño que mi madre me persigue vestida con un mono de cuero amarillo y negro, y con una catana en la mano. A veces pienso que Tarantino no acertó al elegir a Uma Thurman para Kill Bill: con mi madre, Bill sólo habría durado una parte.

- ¿Dónde te has metido? ¿No sabes que te espero para comer y tengo que tomarme mis pastillas? Un día de estos vas a matarme. ¿Has traído alguna carta para leerme?

Un día me pilló abriendo una carta con el vapor de su rico puchero, y desde entonces todos los días tengo que leerle alguna para que me deje tranquilo. Dice que algún día la mataré; a veces ganas no me faltan, pero bicho malo nunca muere.

- Hola mamá. Venga, vamos para adentro que estoy cansado y tengo hambre. ¿Qué hay de comer?

Pregunta estúpida por mi parte, es más probable que palestinos e israelíes se vayan juntos de vacaciones a Nueva York, a que mi madre haga otra cosa que no sea puchero.

- Puchero, ya sabes que hay que comer caliente…

Eso es lo bueno de tener 45 años y compartir un “piso” de 40 metros cuadrados con tu madre: nunca te faltará un buen plato de puchero…

Cuando entro en casa siempre se me viene la misma pregunta a la cabeza: ¿qué he hecho mal? Quizás sería más fácil contestar qué he hecho bien… mi vida ha sido un continuo error, siempre tomé las decisiones equivocadas y estuve en el lugar equivocado. Soy de los que piensan que “la infancia es el paraíso perdido”, además soy de los que lo perdió sin haberlo encontrado nunca. Mi padre, notario; mi madre, actriz de teatro y yo, según, ellos, hijo de puta y bastardo… La única imagen apacible que recuerdo de ese hombre que me dio el primer apellido (sólo me dio eso) es la de él sentado en su sillón, fumando en pipa y leyendo el periódico, con nuestro pequeño y tranquilo perro Chaplin a sus pies, al que por cierto un día reventó con una de esas patadas que yo conocía tan bien. A mí nunca consiguió reventarme, pero intentarlo lo intentó. Poco más recuerdo de ese tipo, aparte de su habilidad con la correa, sus ojos desencajados y su aliento a Jack Daniels.

Qué contaros de mi madre, una mujer culta y muy atractiva. En casa siempre la recuerdo leyendo algún libro, ¡la casa entera estaba llena de libros! Solía pasar mucho tiempo fuera de casa por culpa del teatro; era famosa en España, especialmente en los teatros de Madrid y Sevilla. Yo odiaba el teatro, odiaba que se fuera y me dejara solo con mi padre y su correa. Cuando ella no trabajaba y estaba en casa, mi padre me pegaba menos… tenía que repartir las palizas entre los dos.

Un caluroso día de verano, en el que el sol se colaba por todas partes hasta llegar a abrazar los rincones más recónditos del alma, yo jugaba en el salón de casa. Todos los niños se divertían en la calle pero yo, para variar, estaba castigado. Recuerdo que jugaba con mis cochecitos, y me había hecho un garaje con unos libros que encontré tirados por el suelo. Mi madre estaba en la cocina haciendo un pastel para mi octavo cumpleaños, que era al día siguiente. Mi padre estaba sentado en su sillón fumando en su pipa y escuchando música en su tocadiscos. Entonces comenzó “esa canción”: era el Mazurek para violín y orquesta en E Menor de Dvorák. Cada vez que sonaba esa canción (mi padre se encargaba de que sonara todos los días), él se ponía tristísimo, se le humedecían los ojos y a veces incluso se le escapaba una lágrima. En esos momentos hasta parecía una buena persona. Un día, estando más borracho de lo normal, empezó a sonar esa canción y me contó cuando vio a mi madre por primera vez: fue en un teatro, donde una orquesta sinfónica tocaba esa pieza de Dvorák.

- Cuando comenzó el violín, nuestras miradas se encontraron. ¡Amor a primera vista! Así empezó todo, hijo mío.

Bueno, como contaba, ese día yo seguía jugando con mis coches alrededor de aquel garaje hecho de palabras, cuando mi madre apareció en el salón con el pastel para enseñárnoslo. Uno de mis cochecitos estaba “mal estacionado” y mi madre lo pisó. Ese día se acabaron muchas cosas: su carrera como actriz, mi tarta, mi cumpleaños y el poco amor que yo sentía por mi madre. La acompañé al hospital a la fuerza: tras la paliza que me dio mi padre estuve dos días en coma.

Mi gris vida pasó a ser gris oscura. Al principio creí que todo sería mejor, ya que mamá no trabajaría más y estaríamos más tiempo juntos. Pero ahora que pasaban juntos tanto tiempo en casa, mis padres se dieron cuenta de lo que eran: dos auténticos desconocidos. Aún así, seguían compartiendo algunas aficiones: el Jack Daniels y las peleas. Al principio, cuando mi padre le pegaba a mi madre, yo me metía en medio para defenderla. Lo único que conseguía era retrasar los golpes y llevarme algunos yo también. Luego, cuando mi padre terminaba de repartirnos su gran amor, mi madre solía venir y me abrazaba hasta que dejaba de temblar y lográbamos dormir. Pero, después del accidente, mi madre no volvió a abrazarme. En lugar de eso, me gritaba que era un hijo de puta y que la culpa de todo era mía, mientras me daba ella también con la correa. Así que decidí no meterme entre los dos cuando se peleaban, para por lo menos intentar ahorrarme una paliza (pocas veces lo conseguí). Creo que ella nunca me perdonó ese cochecito mal aparcado.

Sólo había una cosa que amansaba a mis padres: el cine. Cuando empezaba una buena película se sentaban en el sofá con la luz apagada, y todo parecía un milagro: la luz mágica que emanaba de la tele bañaba sus rostros en la oscuridad, parecía como si atravesara cada uno de los poros de su piel redimiéndolos de todos sus pecados, de todos sus odios. Cuando entraba en aquel salón oscuro y frío y los veía allí sentados, pensaba que no podían ser mis padres, extasiados por aquellas imágenes que se reflejaban en sus pupilas. A veces lloraban, otras reían; el cine los convertía en seres humanos. Yo me reunía con ellos en el sofá y sonreíamos o nos entristecíamos juntos. Acurrucados bajo esa luz redentora parecíamos una familia feliz. Nos tragábamos los ciclos completos de Buster Keaton, de Chaplin o de los Hermanos Marx. A mi padre le encantaba el cine italiano. Disfrutaba como un niño con películas como Ladrón de bicicletas, Roma ciudad abierta o Amarcord. Cuando iba a empezar una película, yo siempre ansiaba escuchar esa música maravillosa de Nino Rota que me anunciara que pronto entraría en el mundo fantástico de Fellini. A mi madre le gustaba más el cine francés; los tres juntos vimos más de una vez L´Atalante, La gran ilusión, Al final de la escapada y claro, Jules y Jim, El pequeño salvaje o Los cuatrocientos golpes de Truffaut, el amante imaginario de mamá.

Cuando vi Los cuatrocientos golpes me identifiqué totalmente con Antoine Doneil, el protagonista. Esos cuatrocientos golpes se parecían mucho a mi corta vida. Cuando el pequeño Antoine se escapó para ir a ver el mar, yo fui con él. Creo que esas sesiones continuas de cine en el sofá, y mis posteriores escapadas a los cines de Sevilla, me ayudaron a sobrevivir a mi infancia.






“¡Ay, dolor mío, sé bueno, no te agites tanto! Reclamabas la noche, ya llega. Hela aquí: una atmósfera oscura envuelve la ciudad; a unos da la paz, a otros la zozobra”.

Estoy harta de tanta zozobra. ¿¡Por qué, por qué, por qué!?¿Cómo olvidar que soy olvido? ¡Me duele mirarte con los ojos cerrados! Rota, vacía, perdida… quisiera despertar de esta pesadilla, o mejor que me despertaras como tantas veces con un beso, con tu sonrisa, con tu mirada, ese doble amanecer que me rescató tantas veces de aquellos sueños de plástico, de aquel vacío tan lleno de tu ausencia.

Quizás debería seguir durmiendo, o soñar que estoy dormida, que soñamos juntos, que nunca te fuiste, que nunca me dormí para siempre…

Te mando mi último beso, tu Alicia.


- Hijo, deberías llamar a la policía, esa Alicia está muy mal, quizás quiera quitarse la vida.

La policía ya tenía demasiado trabajo enriqueciendo a la fábrica de donuts. Aunque a lo mejor mi vieja tenía razón, puede que esa chica fuera a suicidarse muy pronto. Pero porqué evitar un suicidio, porqué no dejar que cada cual ponga fin a su vida cuando lo crea oportuno. Ya que no podemos elegir no nacer, porqué no poder elegir cuando queremos que se produzca el parto del desnacer. Hemingway se quitó la vida porque supo que si no lo hacía pronto jamás podría hacerlo, y su vida sería cada vez más indigna. Empecé a leerlo cuando lo supe, y quedé prendado de admiración por la razón de su suicidio. Papá también se suicidó. A él no lo admiré por ello (ni por ninguna otra cosa). Eso sí, la estética de su suicidio merece que Haneke, o algún otro buen director, la lleve al cine algún día: yo estaba jugando a indios y vaqueros en la alfombra del salón, entre libros y botellas. Desde que no trabajaba, mamá se había aficionado al bourbon (de hecho, las fábricas de Jack Daniels y Jim Beam sobrevivían gracias a mis padres; yo luego seguiría apoyando esas “instituciones”), puede que creyera que al beber se notaba menos su cojera. La verdad es que ocurría todo lo contrario, se acentuaba mucho más. Yo no podía aguantar la risa, parecía un pingüino mareado. El hecho es que mamá roncaba en el sofá, y papá estaba encerrado en su cuarto escuchando “esa canción”. Sonaba bastante más alta de lo normal, pero eso no iba a ser un impedimento para que, esta vez, los indios vencieran a los vaqueros. De repente, la música paró. Los indios y los vaqueros se quedaron tan sorprendidos como yo. Mi padre nunca cortaba esa canción; una vez quité el disco porque creía que la canción ya había terminado, y él se ocupó de mostrarme (a golpes) que aún le quedaban unos pocos segundos. Yo no sabía qué hacer, si ir al dormitorio a ver si pasaba algo y abortar el ataque final de los indios, o que continuara la fiesta de cortar cabelleras. Los ronquidos de mamá no me ayudaban mucho a tomar una decisión, pero al final opté por dejar con la miel en los labios a los indios (por desgracia siempre hay colectivos abocados a no conocer nunca la victoria). Me dirigí intrigado al cuarto de papá. Estaba llorando, nunca había escuchado llorar así a una persona. Llamé a la puerta:

- Papá, ¿te pasa algo?, papá, ¿qué ocurre?

No me contestaba. Con más miedo aún abrí la puerta: estaba sentado en una esquina de la cama, de espaldas. Un espejo de pie que había en el rincón me dejaba entrever su rostro hundido en lágrimas. Tenía la cabeza agachada y lloraba y lloraba, una tormenta de lágrimas caía sobre el disco de vinilo que tenía en las manos.

- ¿Por qué lloras? ¿Qué sucede?

Apretó el disco fuertemente con las manos y lo partió por la mitad. De repente, se miró en el espejo y, con una de las mitades, se degolló el cuello. Una fuente roja pintó de sangre todo el espejo y el techo blanco de la habitación. Mamá seguía roncando.

Después de este pequeño amarcord de mi infancia, decidí que de alguna manera debía ponerme en contacto con Alicia, ya que esta segunda carta no la había cogido al azar, si no que la busqué entre todas las de la saca. Y es que un sentimiento, no sé de qué clase, nació en mis podridas entrañas cuando leí su primera carta.

Me dirigí a su casa, con mi uniforme de Correos y el carro, con la excusa de entregarle un catálogo de ropa y complementos (me las arreglé para poner sus datos) que no cabía en su buzón. Vivíamos en el mismo barrio, Los Cerezos, cerca del Polígono Norte. Era un barrio obrero, la segunda zona con más inmigrantes de toda Sevilla después de San Jerónimo. Así que Alicia (no ponía en el remite sus apellidos) tenía un alto porcentaje de posibilidades de ser africana, magrebí, colombiana, ecuatoriana, etc. Yo ya me la había imaginado de todas las nacionalidades, y siempre ligerita de ropa. Llegué al número 10 de la calle Otoño y pulsé el botón del 3º D repetidas veces. Pero no contestaba nadie. Ya me iba, cuando un vecino bajaba las escaleras de la entrada y abrió la puerta, así que entré. Antes de subir miré su buzón y sólo aparecía ella, debía de vivir sola. Conforme llegaba al tercer piso empecé a notar un fuerte olor a gas y aceleré el paso. Sí, el olor salía de su casa. Aporreé la puerta, pensando que quizás ya era demasiado tarde. Insistí con el timbre hasta que, por fin, abrió la puerta un ángel con la mirada perdida, descalza y tan sólo con una bata negra de seda entreabierta. Tardó dos segundos en desplomarse y caer en mis brazos. La tumbé en el suelo del rellano y entré. Busqué la cocina para apagar el gas, saqué la bombona a una pequeña terraza y abrí todas las ventanas de la casa. Esperé a que se aireara todo antes de tumbarla en el sofá. Aquel ángel suicida parecía ya respirar con normalidad. Era guapísima: no podía tener más de veinticinco años, piel blanca y suave, unas piernas interminables y unos bellos pies que resaltaban aún más ya que llevaba las uñas pintadas de negro, como las de sus delicadas manos. Una melena castaña no muy larga le enmarcaba el rostro, apenas un mechón le rozaba la boca, su boca, no podía dejar de mirar esos labios carnosos, pálidos todavía.

Fui al cuarto de baño, y volví con una toalla mojada para pasársela por la cara. Hacía mucho calor. No pude evitar seguir bajando la toalla por su cuello, por sus pechos, su ombligo. Luego salté hasta sus pies y subí por sus piernas, sus ingles.

- No pares, por favor…

Me quedé paralizado, la miré (sus ojos eran verdes, grandes, profundos) y ella me volvió a pedir que no parara, que le diera todo el placer que pudiera, que no dijera ni una palabra. Hicimos el amor tres veces seguidas. Pensé que en realidad estábamos muertos, que el gas había acabado con nuestro vagar sin rumbo. A lo mejor la bombona estalló y nosotros también nos unimos, pero sólo parcialmente, trozos de nuestro cuerpo ardiendo unidos en aquella casa en ruinas, metáfora del pasado, del presente y del no futuro de mi vida. Pero no, estábamos vivos, aún extenuados por aquel maratón de placer. Sonaba una de mis canciones favoritas, en realidad creo recordar que nunca paró de sonar (el repeat de los equipos de música hace milagros), era Desolation row de Bob Dylan. Tenía clara una cosa: nunca rompería un disco de Dylan para cortarme el cuello, él no se lo merecía. Además, segundas partes nunca fueron buenas, la elegancia de un vinilo nunca podría ser ni tan siquiera igualada por un ridículo CD. Por desgracia, en algunos aspectos, como diría Dylan, the times, they are a-changin´.

- ¿Cómo te llamas?

- Hank. Soy cartero.

No sé por qué le mentí. Puede que mi verdadero nombre no estuviera a la altura de aquella historia, y seguro que a Bukowski le habría pasado algo por el estilo. Le hablé sobre mi vida a grandes rasgos, con algunas invenciones como que mi padre, del que apenas recordaba nada, era un militar alemán que murió en la guerra (tenía que justificar de alguna manera mi falso nombre). Le conté que, en el fondo, lo que siempre quise estudiar era cine, pero mi madre no se lo podía permitir. A ella también le encantaba el cine. El piso estaba lleno de DVDs y pósters de películas. Había terminado la licenciatura de filosofía, y estaba preparando la tesis para el doctorado en estética sobre la glaciación de los sentimientos.

Hablamos largo tiempo de cine y de filosofía, ella era también muy nietzscheana. Tras la transmutación de todos los valores, volvimos a hacer el amor. Se encendió un cigarrillo, le dio una gran calada y me dijo:

- He salido de una relación hace poco, era la persona que más he querido nunca. Lo de hoy, lo del gas, ha sido en parte por él. Pero has llegado tú y creo que por fin lo he superado... me quieres, ¿verdad?

- Sí, claro.

¿Qué otra respuesta podía tener aquella pregunta tan absurda? Lo que no le conté de mi vida era que yo podía ser un buen ejemplo para su tesis: mi vida podía reducirse a ese proceso de glaciación emocional. Yo no había tenido verdadero contacto con nadie en años. Sólo hablaba con mi madre, y cuando era imprescindible. Y sí, era cartero, pero un cartero atípico. Mucha gente del barrio pensaba incluso que era mudo. Nunca tuve amigos, ni mucho menos pareja. Hace seis o siete años que dejé de ir a los nightclubs, las putas ya apenas me excitaban. Pasaba los días leyendo en casa, y cuando no podía aguantar los zumbidos de mi madre me iba al cine y veía 3 o 4 películas seguidas. No recordaba si alguna vez había reído o llorado por alguien. En cambio, me venían a la cabeza innumerables libros y películas con los que me había costado mucho aguantar las lágrimas. Es posible que el único verdadero “contacto” que tenía con los demás fuera por medio de la lectura de las cartas. Tras estos pensamientos, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: ¿era posible que, al no tratar con mis semejantes, se estuvieran atrofiando, helando, todos mis órganos sensitivos? ¿Me había convertido en un autómata, en una especie de robot con forma humana? Quizá los replicantes de Blade Runner tuvieran más sentimientos que yo, pero poco me importaba; si me había estado congelando, Alicia había llegado para empezar a derretirme.

Al día siguiente, me fui a vivir con ella. Eso sí, antes fui a sacar mis ahorros del banco y metí a Pikachu en una residencia. Ese primer mes que pasamos juntos le dio sentido a toda mi anterior inexistente existencia. Incluso podría decir que fui feliz, pero como tantas otras cosas, eso de ser feliz no era para mí… Todos los días de ese mes fueron perfectos: hacíamos el amor por la mañana. Desayunábamos juntos y hacíamos planes para el resto del día. Luego, ella se iba a la biblioteca para seguir con su tesis, la llevaba muy avanzada. Mientras, Hank (yo) se iba a trabajar a Correos. Desde que estaba con Alicia, no volví a abrir ninguna carta que no llevara mi nombre. Las tardes las ocupábamos paseando, conversando en cafés, yendo al cine o viendo alguna película en casa. Las noches eran largas, incluso más bellas que nuestros días. Cada noche era diferente, un mundo nuevo de sensaciones que parecía que nunca tendría fin. Pero lo tuvo.

Una mañana, estaba recogiendo el correo y se me cayeron varias cartas al suelo. Mientras las metía en la saca, me fijé automáticamente en una de ellas. Era una carta de Alicia para su ex. Me la guardé en el bolsillo y fui a un bar. Me senté en una mesa al lado de la ventana, y me pedí un café. Afuera llovía, no era muy normal en ese tiempo, pero pocas cosas me parecían normales ya. No sabía si abrir la carta o no. Le di un largo sorbo al café y empecé a abrirla:






¿Por qué viniste para irte? ¿Por qué me lo prometiste todo y sólo me das lo que te quito? Será porque no quieres que me duerma en el camino y luego despierte angustiada, como un payaso que llora en el entierro de su sonrisa. En el fondo, creo que me quieres, que quieres que te odie, ¡y te odio! ¡Te odio con todas mis fuerzas, te odio tanto que sin ti me muero! Poco a poco, me adentro en el mar de tu olvido, ese mar del que nunca nadie podrá sacarme. Desde allí, hundiéndome sin sentido ni esperanza, gritaré tu nombre por última vez. Lo gritaré hasta que lo borre, hasta que logre odiarte tanto que olvide que te amo.

Siempre tuya, Alicia.

P.D. Esta es la carta número 30 que te escribo. Todavía espero una respuesta. Quiero que sepas que esta es mi última carta.



 
Se me cayó la taza al suelo y se rompió en mil pedazos. Mi corazón hizo lo propio. Decía que lo había superado, y no ha dejado en ningún momento de enviarle cartas diciéndole que le quiere. No sabía qué hacer, nunca estuve tan nervioso. Miré la carta y vi la dirección de ese tal Javier.

- ¡Iré a buscarlo!

Tenía que saber por qué él la hacía sufrir de esa manera, y por qué ella, aún así, lo seguía amando. Tenía que mirar a los ojos a ese cabrón. Pagué el café más amargo de mi vida y partí rumbo a San Roque, un pequeño pueblo de Cádiz que posiblemente nunca hubiera conocido si no fuera por ese jodido bastardo. Hice los más de 200 Km. que me separaban del pueblo en hora y media, estuve a punto de matarme en varias ocasiones. El día anterior me habían llamado de la residencia para decirme que mamá había muerto, no sé cómo pude olvidarlo. Me iba a ser imposible llegar a tiempo al entierro… bueno, ya le llevaría flores otro día. Llegué a San Roque. Un león de piedra con un rabo interminable me dio la bienvenida, y justamente al lado de aquella estatua había un parque donde unos cuantos viejecitos tomaban el sol. Paré el coche y le pregunté a uno de ellos por la calle Escolares. Todos se acercaron como palomas a un gusanito (cuando la vida se reduce a tomar el sol y a ver los coches pasar, un desconocido puede parecer un parque de atracciones). Tras veinte minutos debatiendo entre ellos y contando alguna anécdota que otra, me indicaron muy amablemente dónde se encontraba la calle. Llegué en dos minutos. Aquella zona estaba toda en obras, iban a hacer un supermercado (el consejo de sabios me había puesto al día). De un vistazo encontré la casa. Era la única que tenía un gran letrero: SE VENDE. Me acerqué y pulsé el timbre varias veces. Justo en ese momento salió una vecina de la casa de al lado.

- Perdone, señora, ¿Javier ya no vive aquí?

La mujer contestó que no, y me dio su nueva dirección. Tardé otros dos minutos en llegar a su nuevo barrio, pero localizar su nueva casa no fue tan fácil. Siempre me ha gustado más el mármol negro que el blanco. Era una bonita lápida. La señora me dijo que Javier murió en un accidente de tráfico hacía más de un año, el no conducía pero murió en el acto. La chica que llevaba el coche, milagrosamente, salió ilesa. Cómo iba a contestarle las cartas a Alicia. Tenía que decírselo, tenía que darle la mala noticia... bueno, mirándolo bien era una buena noticia, ya que ella por fin lo olvidaría y me querría a mí de verdad. Me monté en el coche y volví a Sevilla.

Cuando ya estaba llegando, sonó “Love me or leave me”de Nina Simone en mi móvil, tenía un mensaje, era Alicia:




Perdóname Hank, voy a ir a ver a mi ex, tengo que pedirle que me aclare unas cosas que me atormentan. Ya sabes que te quiero, besos.

Aceleré y por fin llegué a casa. Me pareció ver aparcado el coche de Alicia ¡sí, era el suyo! Menos mal, por unos momentos pensé que tendría que volver a San Roque a buscarla. Entré en casa, tenía la música bastante alta, siempre la ponía así cuando se estaba dando un baño. Fui al cuarto de baño y vi uno de sus hermosos pies que sobresalía de la bañera. Sí, se estaba dando un baño… un baño de sangre. Estaba sonando Desolation row; hay canciones que marcan la vida de una persona. Hoy sí le salió bien la jugada, en vez del gas, prefirió que se desbordaran ríos de sangre por sus muñecas. En el espejo con pintalabios rojo había escrito la siguiente frase:




“¿Qué puedo hacer para que mi alma no se roce con tu alma?”

Cómo imaginarme que esa mala puta con la que la había engañado su ex iba vestida con una capucha negra y portaba una guadaña, cómo imaginarme que ella siempre supo que estaba muerto, cómo imaginarme que ella era la chica que se salvó en el accidente.

Qué amargo sabor te queda cuando te das cuenta de que la vida te ha derrotado, de que en esta película, la de tu propia vida, no fuiste más que un triste personaje secundario. Quizás aquel poeta tuviera razón, puede que nuestra única misión sea realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada...


                                                                                                                                                                            
 

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